Mohamed Diab inaugura la sección Una Cierta Mirada con Eshtebak (Clash). La revolución egipcia es el motor de la intriga.
por Enrique Rubio
CANNES, Francia.- Todo Egipto metido en un furgón policial. O mejor, los dos Egiptos: el del islamista Mursi y el del militar Sisi, el musulmán y el cristiano, el de los hombres y el de las mujeres. Ocho metros cuadrados que encierran en una película las contradicciones de un país que sigue desgarrado por dentro.
Si algo consigue Eshtebak (Clash), estrenada en la sección paralela Una Cierta Mirada del Festival de Cannes, es sobrecoger al espectador con una narración tan intensa como su propio país.
Eshtebak no le ahorra nada al espectador, ni tampoco lo pretende. Por la pantalla desfilan la mayoría de fluidos corporales (sudor, saliva, orina y, por supuesto, sangre) en un relato tan físico que casi se puede sentir, carnal como los propios egipcios.
“¡Y es muy ruidosa, claro, porque eso es Egipto! Somos melodramáticos, ruidosos, gesticulamos cuando hablamos y hacemos chistes en funerales, por eso los personajes también se cuentan chistes dentro del furgón”, dice en una entrevista con EFE el director del filme, Mohamed Diab.
La trama se sitúa en los días posteriores al golpe de Estado de Abdelfatah al Sisi contra el islamista Mohamed Mursi, en julio de 2013, cuando tanto los seguidores de los Hermanos Musulmanes como del nuevo gobierno promilitar salieron a las calles a dirimir sus diferencias.
En el furgón policial donde transcurre la acción acabarán encerrados dos periodistas de una agencia de prensa internacional junto a partidarios y detractores de Mursi, entre los que hay mujeres y niños.
Los personajes pueden resultar arquetípicos, pero la pretensión es precisamente condensar en una quincena de individuos la sociedad egipcia de hoy día, con sus tabúes pero también con su profunda humanidad.
La cinta trata de convencer al espectador de que los dos Egiptos son vías cerradas, callejones sin salida, que solo reproducirán “ad eternum” el conflicto civil y la discordia entre ciudadanos. De ahí su nombre en inglés, “Clash”, choque o enfrentamiento.
Diab se define a sí mismo como un “revolucionario”: estuvo en 2011 en la plaza Tahrir, aquel hermoso sueño seminal que derribó una dictadura y que ahora se pretende revisar desde ciertos ámbitos como si fuese solo el fruto de un complot urdido entre islamistas y Occidente.
El cineasta se enfrenta a la incomprensión de sus compatriotas -si acaso consigue exhibir la película en su país- por ponerles delante un espejo doloroso y que ofrece pocos asideros.
“Humanizar al contrario ahora da mucho miedo en Egipto, porque te van a acusar de alinearte con un bando. No sé cómo reaccionarán, pero sí sé que mucha gente me va a odiar y muchas personas me denunciarán. Tengo más miedo de ciertos individuos que del propio Gobierno, porque este puede censurar el filme, pero no va a enviarme a la cárcel”, aventura.
El rodaje de Eshtebak fue para sus miembros más un acto de fe que un trabajo convencional.
A escondidas recrearon un furgón policial durante un año y también a escondidas buscaron un lugar donde rodar -con maestría técnica, por cierto- las batallas campales protagonizadas por los manifestantes y la policía.
El propio Diab, muy activo políticamente, voló “bajo el radar” sin asomarse a las redes sociales o dejando de ver a sus amigos para no frustrar el proyecto.
Un productor de la película fue incluso secuestrado por delincuentes, su coche fue destrozado y recibió una paliza. “Cuando le pedí perdón por lo que había tenido que soportar, me dijo que aunque mañana le fuese a suceder lo mismo, volvería a hacerlo”, relata Diab.
“Esto es Egipto hoy -continúa-. La depresión se extiende como la gripe. El problema no es solo si los malos son el Gobierno o los Hermanos Musulmanes, es que los egipcios están más divididos de lo que uno de pueda imaginar. Mi padre y yo, por ejemplo, nos evitamos para no hablar de política”.
Sin embargo, no hay un átomo de ingenuidad en Eshtebak. El final, impactante, puede abrir un resquicio a la esperanza, pero no existe una reconciliación mágica en la que los personajes viven una catarsis y de repente se dan cuenta de lo equivocados que estaban.
Se trata de un sufrimiento seco, claustrofóbico como el furgón y agobiante como el propio rodaje.
“Un día el furgón había pasado ocho horas bajo el sol y rodamos la escena en que los policías disparan con una manguera contra los detenidos. ¡Pero el agua estaba hirviendo, así que les quemaba! No los bajamos porque no sabíamos si era real o estaban actuando. Cuando paró el agua gritaban como locos…”, recuerda Diab.
Ante ese panorama, el cineasta se aferra casi a una quimera: que Egipto alumbre a su propio Nelson Mandela.
“Tendría que ser alguien que haya pagado un precio, que hubiese sido herido o pasado por la cárcel. No sé quién puede ser ni en qué bando estaría. Mursi pudo haber sido esa persona, pero…”.
EFE.